por Jorge López Martínez
Al son de congas viejas tiritando en cada golpe por callos de hombres llegando a la ancianidad, bailaba María Córcega, meneando sus falsos atributos. Tenso su miembro bajo lentejuelas doradas entre los muslos fibrosos de quien alguna vez fue un hombre deseado, agitaba las caderas angostas encarnadas por una piel de fina feminidad, sublime, profunda, pero artificial. Tenía las carnes duras como las de una fiera salvaje y la mirada hambrienta de machos bestiales que devoraran su deseo al galope veloz de la bestia más radical. Criatura promiscua llena de fantasías a ser cumplidas en la cama y en otros sinfines de la tierra.
Alguna vez su nombre fue Rolando, nombre que decidió darle a su cabaret, El Rolando. El sitio era muy concurrido por personas de todas la clases sociales: hombres miserables que buscaban satisfacerse con la vista y ejecutivos de alta aristocracia, que buscaban en la calle lo que no conseguirían jamás en su hogar. Todos tenían algo en común, buscaban a María Córcega, a nadie más; un hombre con ademanes de mujer, una mujer con atributos de hombre. Experta en la cazería de machos cabríos en busca de desbocarse en los lechos de la pasión.
El Rolando tenía una habitación en el cuarto piso, la habitación de María Córcega. Todas las noches, un privilegiado hipnotizado por los movimientos de María subía a la recámara, cubierta de velvet rojizo intenso, cortinas negras, sábana blanca en una cama de pilares inmensa y espaciosa donde se revolcaban los cuerpos sudados noche tras noche. Era conocido que quien subía a la recámara no bajaría, pues el deseo era tan grande que se convertía en adicción.
Esa noche fue el turno de un marinero, vestido en ropajes de pirata, con botas de cuero falso y la camisa desabotonada, dejando ver su velludo pecho. Tenía el pelo largo, recogido en una masculina cola de caballo. Su cara era ancha y huesuda, sus cejas pobladas sobre ojos oscuros como el mar a medianoche, y emanaba un olor desagradablemente exquisito, como a hombre silvestre. María lo tomó de la mano y subió con el hombre a su habitación. No tardó en rasgar su camisa y tirarlo sobre la cama. Aún con botas puestas expuso su armamento. María escuchaba gemidos intensos mientras trabajaba el cuerpo de aquel hombre, con sus delicadas uñas arañaba sutilmente su costado y con habilidades mágicas logró extasiarlo. Era dueña y señora de aquel cuerpo. Se arrastraba sobre él como acechadora serpiente, calentando sus pieles y durmiendo a la presa.
El hombre comenzó a subirle el elaborado traje. Su mano subía sutilmente de la rodilla al muslo, y luego a la entrepierna. Tan pronto tocó al invitado inesperado, María pronunció las palabras que siempre se guardó: “Rolandito no quiere más”. Y el hombre perdió el conocimiento.
Horas después, atacado por los rayos de sol, despertó el hombre amarrado a los cuatro pilares de la cama. En el techo, clavado con un tenedor, se encontraba su orgullo, su querido amigo, el padre de Rolando.
“Todos cometemos errores en la vida. A veces pasan desapercibidos, a veces los pagamos con dinero, otras con sangre. Pedimos perdón mil veces como si eso cambiara las cosas, pero del otro lado hay gente que nunca olvida. A veces los errores son partes de una cadena y aunque queremos romperla, la costumbre es más poderosa que nuestra conciencia.
Desde pequeño mi padre me decía que tenía que ser un hombre “hecho y derecho”. Éramos personas de campo. Trabajábamos todo el día cortando caña y llegábamos tarde en la noche. Mi madre nos esperaba con la comidita caliente, nos obligaba a quitarnos la ropa para meterla en el baño a “remojar”; en calzoncillos comíamos en pleno comedor. Luego, nos bañábamos con el agua de río que mi madre había traído en un balde de metal. Nos metíamos bajo la casa de madera, mi padre y yo, para mojarnos con la misma agua y lavarnos con el mismo jabón. Así nos mantuvimos por muchos años, hasta que mi padre aceptó un trabajo en Nueva York, como tomatero. Nos mudamos y me llevó consigo a su trabajo. Todos éramos de descendencia latina: mejicanos, guatemaltecos, hondureños, costaricenses y nosotros, puertorriqueños; la mayoría de ellos, indocumentados. Trabajábamos doce horas corridas. Creamos la misma rutina que teníamos en Puerto Rico. Llegábamos y como era costumbre, mi madre nos esperaba con dos platos de “ñame sancochao”, acompañados del tomate que nos regalaban diariamente.
Llegamos un día en la tarde, casi en la noche, y mi madre había sido asesinada y colgada del techo de nuestro pequeño efficiency. Recuerdo la cara de tristeza de mi padre. No teníanos dinero para enterrarla propiamente, así que esa misma noche la cortamos por la midad, y en un saco la llevamos al campo de tomates para enterrarla en la parte más alejada de los cultivos. No podía parar de llorar. Mi padre me pegó, me dijo que llorar era de mujeres en cinta y me obligó a ayudarlo a excavar. Regresamos a casa y prometimos olvidar lo sucedido. Continuamos trabajando en el campo de tomates.
Un día como cualquiera otro, luego de trabajar y llegar del trabajo, mi padre se acercó a mí. Me dijo: “Oye hijo, tu sabes que los hombres tenemos necesidades. Me tengo que conseguir a una mujer, pero trabajando tanto no creo que tenga tiempo. Quiero que me ayudes.” Me besó, me volteó y me utilizó para su placer. No podía resistirme, pues era mi padre. Al terminar me dijo que “mañana sería mi turno”. Así fue. Prometimos callarlo, jamás pronunciarlo a nuestros compañeros de trabajo. Era nuestro secreto, así como fue un secreto las veces que hice lo mismo con mi hijo Rolando.”