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jueves, 5 de mayo de 2011

A paso de tortuga (ed 1.3)

Por Alberto Pagán

Ella diría que parece una tortuga. Siempre, no importa la forma de la nube, si no poseía semblanzas más obvias la comparaba con una tortuga. Una tortuga de frente, con la cola saliéndole por el lado. Una tortuga de perfil. Una tortuga de cerca. Siempre con sus tortugas, que lo menos que a mí me recuerdan son a nubes. Y por este cielo grisáceo, ¿qué tortuga pasaría? Si puede estar en el cielo, puede hacer lo que sea, seguramente. Podría irse a otro pedazo de cielo, uno más placentero. Pero me alegro que esté flotando sobre mí, aunque sea de pasada, la tortuga, o lo que sea.
Y después de todo me encuentro aquí, no sé donde exactamente, pero estoy aquí sin ella. Solo me acompaña Sánchez, y el no hace nada. Ni siquiera está hablando, y antenoche no se callaba la boca. Hacía frío y nos estábamos dividiendo una botella de vodka que recogimos en la taberna. Nos calentamos, pero el se puso a hablar más y yo me puse más belicoso. Nos dimos par de empujones y terminamos rodando por la acera, tirándonos puñetazos lo mejor que podíamos, a veces pegándole al cemento. Me rompió la nariz y la acera le rompió los nudillos. Yo, pues no soy el mejor peleando, pero le di dos o tres. Y ahora está aquí haciendo nada. Si en vez de Sánchez estuviera ella. Ella que tan ridículo me ponía. Nunca me hubiera puesto a mirar las nubes solo por mirarlas. Acá abajo hay mejores cosas que ver. Así la encontré a ella. Si hubiera estado mirando nubes quizás me hubiese pasado de largo, y nada sería igual.
La boca me sabe a café. Me sabe a uno en particular, pero no al de mi madre. Y aunque desconozco dónde estoy, dudo que estén colando café. Quizás Sánchez lo derramó en su pantalón o algo antes de sentarse al lado mío. Quizás por eso está atónito el idiota. Mi madre no hacía una buena taza de café. No porque no pudiera hacerlo, sino por falta de empeño. A veces el empeño da más resultado que la acción misma, como un simple roce de brazos, o el tocarle la mano a ella. Levantar el dedo del corazón levemente, temblando un poco, para alcanzar su meñique. Sus manos eran un refugio para las mías. Me refugiaban de las ansias de no poder sentirla cerca. Mi padre, en cambio, hacía un café exquisito. Su poca expresividad era solo un regulador a su fervor. En sus escasas palabras siempre había conocimientos cicatrizados, y en sus muchas acciones siempre entusiasmo. Cuando colaba el café la casa entera se lo disfrutaba. El aroma levantaba muertos o mataba vivos. Lograba entrar por alguno de los agujeros en mi cara y salir por el otro. Ahora mismo la boca me sabe a café. El café de mi padre, que sabía de tan solo ser olido.
Oigo petardos a lo lejos, quizás los niños están celebrando. Quizás encontraron la ristra en algún lado de la casa y sedujo a alguno de sus dedos a jugarse una ronda de la ruleta rusa. Recuerdo la feria en la bahía. No sé qué celebraban, pero lo que fuese no me importaba. Estaba allí por ella. Porque me estupidizaba. Mis amigos se paseaban por el área fingiendo saber a dónde iban, pero solo divagaban buscando alguna conversación lo suficientemente sencilla como para no sentirse ignorantes. O alguna chica fácil para no sentirse vulnerables. Yo caminaba como muerto. Me encantaba cuando me miraba. Me mataba, pues siendo más bajita que yo, bajaba su cabeza un poco, como si estuviese pidiendo misericordia. La abracé por primera vez, y le besé la oreja, quijada, mejilla y boca. Finalmente Sánchez, a falta de chica, encontró unos niños con quien conversar y unos petardos con los cuales sentirse soberano, y se puso a explotarlos al lado mío, como buscando fastidiarme. Pero no lo registré en el momento. Lo recuerdo ahora por el sonido de los malditos petardos, y por la mirada estúpida de Sánchez, que todavía no hace nada. Y por su ausencia.
Aunque estoy cercado por el eco de los gritos de la gente, solo me alarma la ausencia de su voz. Y ya que estoy sin ella, o al menos no la veo por ahora, recuerdo que la amo. No. Nos amamos. Llegamos a amarnos intensamente. Era una obsesión mutua. Mi sentido común desaparecía ante su presencia, algunas veces paseando por los rincones de mi mente, otras de sabática. Éramos una navaja afilada al cuello del otro. Nos estábamos matando. Nuestra vida individual se desmoronaba en derredor nuestro, y ni nos importaba. No existíamos, excepto para el otro. Y si no la tenía a mi lado desperdiciaba mi vida pensando en ella. Recordando nuestros momentos juntos. Imaginándome finales alternos, los cuales siempre concluían de la misma forma. No me escapaba de ella. No quería hacerlo. En su ausencia, sentía un frío ocupando mis entrañas, como si fuera a convertirme en un cadáver de adentro hacia afuera. Un témpano de hielo. Un estúpido congelado. Y el frío que siento ahora lo contrarresto con su memoria. Con la manera en que su pelo cobraba un aura dorado cuando el sol se escondía tras su cabeza. Con la hermosura de su imperfección. Con las cicatrices en su cuello.
No hay nada más que me caliente. El Sánchez ya me está airando con su inactividad, su parpadeo de idiota y su boca entreabierta. Solo me ahogo en la suavidad de su piel, su calor, su olor, el albergue que me brindaban. Siento calor en mis manos. Cierro mis dedos lentamente buscando encontrarme con los suyos. Siento algo, ¿su mano? Cierro mi puño y su ternura se desmorona en arena. Contemplo el cielo gris. Bajo mi mirada hacia el imbécil de Sánchez, vestido de crema con marrón pálido, y crema, y marrón. Bajo mi mirada más y me percato de que estamos vestidos iguales, excepto por el carmesí en mi vientre, el rosado de mis intestinos. En un instante sentí el olor a pólvora en mi boca, el frío en mis entrañas desnudas, el chasquido de las balas, la arena en mi puño. Sánchez mirándome, con su casco en el suelo, rifle en la falda y su quijada temblando del horror. Susurra, “gra-gra-granada”. Tomo nota mental y vuelvo a lo importante. A su mirada sabor a paz, su olor a flores desnudas. Ya se me aleja, y sonrío. Definitivamente es una tortuga

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