por Alberto Pagán
Sin pena alguna, Melina observaba al desquiciado taxista utilizar un pañuelo viejo para secar el borde del parabrisas. Mordía un cigarrillo barato mientras murmuraba maldiciones vestidas de humo. Ella sonreía con algo de cinismo, disfrutando del pequeño espectáculo. Bajó su mirada y notó que sus piernas lucían bien con el traje negro que se puso por segunda vez. Se las acarició. Estaban tan suaves como un suspiro y tan finas que cortaban. Sonrió abiertamente. A ver con qué pensamiento me entretiene el filósofo hoy, pensó. ¡Malditos!, exclamó el taxista al caérsele el paño ensopado al nicho inaccesible entre el asiento de conductor y la puerta. ¡Malditos!, y frenó súbitamente. Aquí es, casi me paso. Son once.
-Sólo tengo un diez, mintió Melina... y me percaté cuando tomó la ruta larga.
Dame los diez, remató el taxista, luego de chupar el cigarrillo como si en el fondo estuviera el secreto a la sabiduría.
Al salir del auto, se ajustó el traje, retocó sus labios y entró al establecimiento. Inicialmente pensó que estaba soplada. Luego entendió que la mayoría de los convidados sufría de alguna incapacidad que le dificultaba severamente el buen vestir. Sonrió y se mezcló entre la gente. Le tenían un asiento reservado. Justo lo que imaginó. Trepaz observaba cada movimiento, disimulando su recién nacida obsesión con sus piernas al mirarle con torpeza los ojos ocasionalmente. Ella aún le llamaba por su apellido, pero le besó la mejilla al saludarlo. Todavía no estaba enamorada, pero no podía negar el efecto que tenían su mirada y su barbilla hendida en su temperatura corporal. Trepaz siempre tenía alguna frase aguda para hacerle sangrar el intelecto y comenzar una conversación que la hechizara durante la noche. Pero hoy sus filosofías fueron opacadas por los gritos de su deseo bestial por tocarle las piernas. Formuló un ¿qué tal, Melina? y la aburrió al instante.
Luego de intercambiar varias frases que se evaporaron antes de significar algo, entró Ignacio Fermín, el nuevo profesor de física. Su altura y la firmeza de sus nalgas la entretuvieron por unos instantes, antes de llamarlo a que hiciera un trío del patético dúo. Sonrió, asintió en agradecimiento, y se unió a la mesa. Su sentido del humor salvó la imaginación de Melina del suicidio, y en breves instantes ya se echaban carcajadas. Y no tenían ni un trago encima.
Seducida por la idea de hacer de la noche una sorprendentemente fantástica, Melina se levantó de la mesa, y se dirigió al tragamonedas para ver si el físico le ganaba al filósofo en sacarla a bailar. Habían estado hablando acerca de sus primeros años en la universidad. La conversación luego se concentró entre los hombres, al descubrirse que asistieron a la misma institución durante el mismo período de tiempo. Una universidad asentada en un monte. Un Olimpo de conocimiento. Fermín frecuentaba los niveles altos del relieve del recinto. Su facultad se encontraba un nivel abajo, pero la vista desde arriba le era irresistible, y mientras más lejos estuviera de los malditos tirapiedras, mejor.
Yo era un tirapiedra, afirmó sonriendo Trepaz.
-¿Eres de los salvajes entonces? Vela que no pierdas tu empleo por alteración a la paz mental de tus estudiantes, replicó Fermín.
Era... era. Ya no, jeje... ya no. Trepaz tragó varios sorbos. Y lo de salvajes me ofende, aunque bien lo merezco.
-Son unos salvajes, unos malditos.
Melina notó cómo los semblantes joviales de sus acompañantes se iban apaciguando sutilmente. Parece que el filósofo encontró lo suyo... pobre Fermín, pensó. Se acercó nuevamente a la mesa y escuchó cómo se desvanecía la canción por la cual pagó, mientras permanecía sin tener con quién mover su cuerpo rítmicamente. Sus esperanzas de un baile huyeron ante la conversación, la cual se atesaba. Alguno de los dos había escupido una bomba mientras ella intentaba comprar un baile, y podía estallar en cualquier momento.
Son unos salvajes, unos malditos. Ambos permanecieron callados. El semblante de Trepaz se permeaba lentamente de sangre, a dos comentarios de perder su compostura. Entretanto, Fermín recordó el día. Recordó haberse estado riendo, de pie en el nivel superior del recinto. Recordó un sonido distante. Recordó las caras de sus compañeros, sus miradas petrificadas. Recordó el calentón en su espalda baja, su coxis ardiendo en llamas. Recordó cuando la sangre adhirió su camisa a su cuerpo. Cuando se giró devolviendo las miradas de todos. Cuando se desplomó.
Recordó a sus compañeros, cual buenos samaritanos, montándolo en un pequeño vehículo por falta de ambulancia. Recordó un hospital que le dio la espalda por confundirlo con un estudiante extremista revoltoso. Recordó gritos, cóleras, maldiciones, y finalmente clemencia divina por parte de un cirujano de la Sala de Urgencias.
Recordó despertarse horas después. Sus compañeros explicándole cómo un tirapiedra, el pan de cada día, había lanzado un peñón al parabrisas de un taxista. Cómo el taxista salió del auto airado, sacó un revólver, y disparó al cielo, advirtiendo a los enmascarados a que corrieran de nuevo a sus cuevas o salones. Cómo la bala perdida encontró refugio en su fuerte espalda caliente. Cómo los tirapiedras impidieron la entrada de la ambulancia al recinto. Por sus ideales. Por su libertad. Cómo todavía, cuando se golpea el codo, siente electricidad en sus piernas. Cómo sus nervios descubrieron la desobediencia.
Pero Trepaz no sabe nada. Y está incómodo. Y quizás le dañe la noche a Melina, la profesora de literatura con los ojos hermosos. Con esto en mente, Fermín decidió explicar sus comentarios tajantes. Por evitar un mal rato. Por no ser grosero. Decidió comenzar con el relato que más detestaba en el mundo. Interrumpió los doce segundos de silencio.
Discúlpame, Trepaz. Permíteme explicarme.
Trepaz levantó su mirada de las piernas de Melina, con las cuales intentaba apaciguarse.
¿Recuerdas un día en que los tirapiedras rompieron el parabrisas de un taxi?, continuó Fermín.
Trepaz sonrió, y se sonrojó. Su mirada al vacío de la nostalgia. Sí recuerdo... jeje... ¿cómo olvidar?... Yo fui el salvaje que lanzó el peñón.
Melina observó cómo las manos de Fermín comenzaron a temblar, y la canción ya se estaba acabando.
El formato aquí necesita ser corregido.
ResponderEliminarDe verdad, el font que se esta usando no lo puedo leer sin tener que pausar. Deberia ser un formato mas legible como Verdana o Berlin Sans.